Somos seres limitados. Lo somos en el tiempo, ya que nacemos con la certeza de no ser inmortales. Tenemos una enorme variedad de límites: Físicos, históricos, geográficos, económicos, biológicos y varios etcéteras. Y justamente, el hecho de estar condicionados, tiene una importancia superlativa.
El límite, como el conflicto, es parte inherente de la vida. El frío y el calor, la tierra y el cielo, el agua y el fuego y así hasta el infinito.
Quizá sea la misma muerte lo que nos permite valorar la vida y, al valorarla, intentar darle un sentido, trascendencia y fecundidad.
Los límites enseñan y creo que es una confusión pensar que coartan la libertad. Porque la libertad no consiste en hacer lo que uno quiere sin tener obstáculos y sin rendir cuentas de nada. Accedemos al verdadero conocimiento y ejercicio de la libertad gracias al conocimiento del límite.
Es que la libertad nace en nuestra capacidad de elegir cuando no puedo tenerlo todo. Quién nunca tiene que elegir porque jamás confronta un límite, el día en que se topa con una demarcación o un condicionamiento, carece de recursos y se desestructura.
Un chico no es un adulto. Cuando abandonamos , como padres, nuestra responsabilidad de fijar límites orientadores, desaparecemos como adultos, o nos aniñamos, y los dejamos librados al azar.
Los padres que no ponen límites son tiranizados por los hijos.
Poner límites es como podar una planta. No se la mutila, sino que se recorta aquello que la debilita y se la ayuda a crecer con más fuerza y en la dirección que sus ramas necesitan.
Hay quienes temen que al poner límites se los considere autoritarios. Hay límites orientadores que no son los que acaban con la imposición sino que se acompañan de presencia.
Los límites son una valiosa herramienta y también una expresión de amor y responsabilidad.